Redacción Central / EL LIBERTADOR
Tegucigalpa. La lluvia, rituales indígenas, garífunas y sonoros aplausos despidieron “por ahora” a la recordada dirigente indígena Berta Cáceres, ultimada por paramilitares la madrugada del 3 de marzo de este año en La Esperanza, 188 kilómetros al occidente de la capital de Honduras.
Llegaron quienes debían llegar; estuvieron quienes debían estar para decir “hasta luego” a la indómita “Bertita” -como era conocida por sus amigos y pueblo- que se ha marchado en la cúspide de su carrera como defensora de la vida, los recursos naturales y la “Pachamama” o madre tierra.
La Esperanza es una de las zonas más frías de Honduras, ubicado en un altiplano donde la neblina, bosques, ríos y lagunas lloran la partida de su aguerrida defensora, quien fue ejecutada con saña y calculada precisión.
“¡Asesinos!, ¡Justicia!, ¡Berta no murió, se multiplicó!”, se escucharon en el ambiente ante cada mención de la recordada dirigente, el pueblo al que protegió incluso con su vida, estuvo ahí, montando guardia, recordando cada lucha que emprendieron para proteger los escasos recursos naturales.
Ahí estaba Berta -la perseguida por el Estado, grupos de poder y bandas paramilitares-, presente en cuerpo y espíritu sobre un “petate”, tal como ella lo pidió en una de muchas jornadas de lucha y un altar eleborado con colores vivos del pueblo indígena, escuchando en el absoluto silencio la ira popular de los que aún se resisten a creer que se fue de este mundo.
Por eso, repetían cada vez “asesinos”, “el gobierno la mató”, “Berta vive, ¡la lucha sigue!”, para hacerse sentir y reclamar que se dé con los que mandaron a callar para siempre a esta hondureña que se quedó a 24 horas de cumplir 43 años.
Hasta las iglesias que han criticado a sus cúpulas por el maridaje que mantienen con el Estado, estuvieron ahí, acuerpando a Berta. Sacerdotes, pastores protestantes y religiones milenarias se unieron para orar por esa mujer a la que acompañaron hasta el final de la vida, las oraciones fueron en toda lengua: desde el tradicional español, hasta en maya y garífuna rindieron tributo.
Nadie hizo falta en esta monumental y dolorosa despedida; fueron pocos los que no lloraron al ver el ataúd blanco hueso, que guardará por siempre el cuerpo ya rígido, cubierto con una camisa negra y una bufanda multicolores, de las mismas que usaba Berta.
Sus ropas siempre fueron de trabajo. Adonde iba, siempre vestía de vaqueros, sandalias sencillas y una camiseta con el logotipo del Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh). O cuando quería vestir ligero, utilizaba una falda que le llegaba a los tobillos y un sombrero o una gorra para protegerse de los rayos del sol.
Jamás se maquilló ni pretendió ponerse a la moda; no le quedó tiempo para esos menesteres porque la defensa de la tierra y del bosque siempre fue primero.-Sus conocidos afirman que la moda de Berta siempre fue proteger la etnia lenca, de la que procede y a cualquier grupo racial que, sin perder tiempo, acudía en su auxilio.
Cuentan algunos que siempre la veían llegar con un nutrido grupo de “compas” a un café de pie ubicado en un centro comercial capitalino para analizar las medidas de presión contra el gobierno, en el afán de cuidar la flora y fauna hondureña, en especial, la intibucana.
“Siempre la vi llegar al café, se sentaba a la mesa a tomar unos sorbos, se comía un pan con frijoles y se regresaba al Congreso a gritar consignas contra la venta de los territorios que han hecho los cachurecos”, narra Carolina Valladares, una asidua visitante del centro comercial.
De hecho, EL LIBERTADOR la entrevistó por última vez en ese lugar. Cada vez que escuchaba el nombre de este periódico, abría las puertas para reflexionar sobre la progresiva desaparición de los recursos naturales, por los que ofrendó la vida.
Cuentan sus familiares que desde temprana edad se preocupó por los demás. Las discusiones eran acaloradas, fuertes, sin irrespetos ya que cada quien defendía sus puntos de vista. Al final del cruce de palabras, todos se abrazaban y se daban un beso, como señal del amor mutuo.
“Ahora pongámonos a cocinar, Berta”, dice uno de sus hermanos, luego que terminaban de discutir. Jamás hubo agresiones, sólo respeto y solidaridad que les inculcó Austraberta Flores, jefa del clan que hoy llora su partida.
Ahí estaba la madre de esta heroína, sentada en una silla plástica blanca, observando el momento en que el pueblo cargaba en hombros a la hija que le dio muchas alegrías…lloró amargamente la partida, se llevaba a la cara un pañuelo blanco para secarse las lágrimas.
Hubo llanto, sí, pero no arrepentimientos, ni resentimientos. Tampoco hubo rebuscadas frases de “por qué te fuiste”, “me dejaste solo”, todos eran conscientes que la batalla que emprendió fue por la vida, por la defensa de lo que le pertenece a los hondureño y a las etnias olvidadas por el Estado.
Y así volvió a la tierra para convertirse en abono, como decía Berta cada vez que pensaba el fin de su existencia. Ese abono ha hecho efecto rápido: la indignación popular es más fuerte, tan fuerte que ha movido al régimen que ha salido a justificar “lo injustificable”, como dicen los dolientes y no permitirán que les quiten el pulmón por el que que Berta se entregó. Y así nace una leyenda.
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