“EL ESTADO SOY YO”: NAYIB BUKELE

Reducir la tasa de homicidios y mejorar la seguridad en El Salvador ha sido, sin duda, un logro histórico, que ha contribuido a la popularidad de Bukele en la región. Sin embargo, también evidencia la fragilidad del sistema democrático, que puede convertirse en una plataforma para entronizar un aparato autocrático, observa en este artículo el abogado y politólogo, Alex Navas.

Alex Navas Álvarez*
Columnista
EL LIBERTADOR
redaccion@ellibertador.hn

La prestigiosa revista The Economist acaba de publicar un extenso artículo sobre el presidente de El Salvador, en el que realiza severas críticas al modelo implementado en seguridad y a la transformación de la democracia salvadoreña en una autocracia consolidada que controla todas las instituciones del Estado. En respuesta a esta publicación, el presidente Nayib Bukele expresó: “Me tiene sin cuidado que me llamen dictador, lo prefiero a que maten salvadoreños en la calle”, y arremetió contra los organismos defensores de derechos humanos que critican los excesos de este modelo autoritario.

Desde hace algunos años, diferentes informes con credibilidad internacional, como Latinobarómetro, señalan que la democracia en la región latinoamericana está en declive y que no ha logrado convertirse en una alternativa efectiva para satisfacer las necesidades básicas de sus ciudadanos. Más bien, ha funcionado como una plataforma para que algunas élites económicas aumenten su poder, en detrimento de la gran mayoría de la población, creando espirales de desigualdad e inequidad.

Por ello, el modelo de seguridad de Bukele, que ha sido criticado por algunos y alabado por otros, suscita debate. Tanto el expresidente Donald Trump (Estados Unidos) como el libertario Javier Milei (Argentina) han aumentado el control en sus respectivos países, enviando a sus respectivos ministros de Seguridad a supervisar el funcionamiento del Centro de Confinamiento del Terrorismo (CECOT), la cárcel más grande del mundo, ubicada en Tecoluca, El Salvador. Además, Trump envió deportados venezolanos, supuestamente vinculados a la organización criminal “Tren de Aragua”, sin proceso judicial previo, en una política altamente polémica; algunos informes y familiares han denunciado “falsos positivos” en estos operativos, lo que refleja graves violaciones a los derechos humanos.

En El Salvador, la tasa de homicidios ha experimentado una notable reducción en los últimos años. En 2015, alcanzó cifras alarmantes, pero gracias a las medidas implementadas por el gobierno, se ha logrado disminuir significativamente, pasando de 106 homicidios por cada 100,000 habitantes a menos de 2/100,000. Pero ha tenido un costo muy alto.

Esta baja en la criminalidad ha sido celebrada por muchos como un gran avance en la seguridad del país, transformando la percepción de El Salvador en el ámbito internacional. Sin embargo, la continua vigilancia y el fortalecimiento de políticas públicas son esenciales para mantener esta tendencia y garantizar un entorno seguro para todos los ciudadanos.

La detención y encarcelamiento de más de 85,000 jóvenes, muchos vinculados a pandillas o a mutaciones del crimen organizado, ha provocado violaciones graves a derechos fundamentales. Personas inocentes, identificadas por tatuajes o simplemente por sospechas, han sido encarceladas sin garantías judiciales, bajo un estado de excepción. Esto lo ejemplifica el caso de Ruth López, activista de derechos humanos, cuya libertad fue vulnerada en estas circunstancias.

Este enfoque represivo recuerda lo que expresó Eduardo Galeano en su libro Patas Arriba: La escuela del mundo al revés: “En un mundo que prefiere la seguridad a la justicia, cada vez más gente aplaude el sacrificio de la justicia en los altares de la seguridad. En las calles, se celebran las ceremonias. Cada vez que un delincuente cae abatido, la sociedad siente alivio. La muerte de cada malviviente surte efectos farmacéuticos sobre los bienvivientes. La palabra farmacia viene de phármakos, que en griego era el nombre que daban a las víctimas humanas de los sacrificios en tiempos de crisis”.

Reducir la tasa de homicidios y mejorar la seguridad en El Salvador ha sido, sin duda, un logro histórico, que ha contribuido a la popularidad de Bukele en la región. Sin embargo, también evidencia la fragilidad del sistema democrático, que puede convertirse en una plataforma para entronizar un aparato autocrático con corte represivo. Actualmente, el gobierno ataca frontalmente a las pandillas, pero avanza en una fase en la que busca eliminar toda oposición política, defensores de derechos humanos o cualquier grupo que disienta de su narrativa.

Al estilo de Cayo Julio César, quien en 44 a.C. fue nombrado dictador perpetuo por el Senado romano, Bukele se ha otorgado poderes para reformar leyes y la Constitución, controlando todos los poderes del Estado. Aunque proclama querer salvar al país del terrorismo, en la práctica estos poderes representan un mecanismo para perpetuarse en el poder, desmantelar las instituciones democráticas y silenciar la disidencia, mediante un aparato de seguridad y propaganda que oculta los problemas reales, como la corrupción, la desigualdad y la pobreza extrema, que aún aquejan a El Salvador.

Este fenómeno no es exclusivo de El Salvador. La historia universal está repleta de ejemplos donde líderes que justificaron la concentración absoluta del poder en nombre de la seguridad o la estabilidad terminaron socavando las propias instituciones democráticas y debilitando la separación de poderes. Desde el absolutismo de Luis XIV de Francia, quien afirmó “El Estado soy yo”, hasta los dictadores del siglo XX como Benito Mussolini en Italia, Adolf Hitler en Alemania, o Augusto Pinochet en Chile, la concentración del poder en un solo individuo o grupo ha tenido consecuencias devastadoras para las libertades y los derechos humanos.

En América Latina, la tendencia de centralizar el poder en figuras autoritarias ha sido recurrente en los últimos años. El Salvador, bajo la administración de Bukele, refleja esta dinámica. Aunque algunos argumentan que sus acciones han reducido la violencia que en 2015 tenía una tasa de 106 homicidios por cada 100,000 habitantes y en 2021 bajó a menos de 2, la forma en que se han implementado estas políticas genera serias preocupaciones sobre la fragilidad democrática. La reforma del sistema judicial, el control de los órganos electorales y la flexibilización de los controles institucionales no solo amenazan los derechos de las minorías y las libertades civiles, sino que allanan el camino para un gobierno sin límites claros.

A nivel global, la tendencia preocupante se confirma en informes recientes como los del Freedom House, que en 2024 situó a varias democracias tradicionales en deterioro, señalando que el autoritarismo ha resurgido en distintas regiones. La libertad de prensa, la independencia judicial y la participación política se ven cada vez más amenazadas por líderes que, en lugar de fortalecer y consolidar las democracias, optan por debilitarlas, justificando su acción en la protección del Estado y la seguridad nacional.

La historia nos muestra que el autoritarismo, cuando no se controla, se comporta como el Leviatán de Hobbes, que extiende su presencia cuando se le permite concentrar poderes. La clave para evitarlo radica en fortalecer las instituciones democráticas, garantizar la separación de poderes, y aceptar que la seguridad no puede ser un pretexto para la vulneración de los derechos humanos. En ese sentido, la lección del pasado y la realidad actual nos advierten que la concentración del poder, disfrazada de protección, siempre pone en riesgo la libertad y el Estado de Derecho.

*Abogado, Máster en Estado y Políticas Públicas y especialista en Derechos Humanos y Estado de Derecho, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad Nacional Autónoma de Honduras (UNAH).

NOTA: Las declaraciones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista de EL LIBERTADOR.

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